jueves, 28 de octubre de 2010

Era un juego de niñas.


A veces paro el reloj y me dedico a recordar momentos. A veces no recuerdo nada especial, pero otras veces como ahora me vienen a la mente algunas de las vivencias más bonitas de mi vida.
Recuerdo que era una tarde lluviosa. La mujer que te cuidaba te había dejado en casa de mi abuela, como tantos otros días. Era un garaje enorme, y con apenas nueve años nos parecía tan grande como un estadio de fútbol. Las paredes eran grises, y nos gustaba pensar que una densa niebla lo cubría todo. Al fondo, una gran habitación, allí jugábamos calentitas cuando de repente lo vimos.
Yo me quedé atrás, tú eras la más valiente, tenías más picardía. Te giraste y tu pelo negro parecía que tenía alas, era simétrico, precioso. Alargaste la mano y me sonreiste, entonces comprendí que no tenía nada que temer y te seguí. Nos acercamos un poco a la puerta, pero el coche de mi padre tapaba lo que queríamos ver. Conforme más nos acercábamos aquella sombra iba haciéndose más y más grande hasta que al fin lo comprendimos, y esta vez también fuiste la más rápida a la hora de echar a correr.
Llegué justo detrás de ti y cerré la puerta de cristal. Ésta sonó con tanta fuerza que nos puso a ambas la piel de gallina. Rápidamente corrimos hasta el fondo de la habitación, movimos el sofá y nos escondimos detrás dando un brinco.
Nuestras respiraciones sonaban agitadas. La tuya, como siempre, más ronca de lo normal, pero había aprendido a callarme y no hacer preguntas. Nos miramos, y vi como tus ojos negros se clavaban en los mios marrones. No entendí si querías decirme algo o si tan sólo era que sentías el mismo miedo que yo recorriéndote la espina dorsal. Nunca me había costado tanto apartar la mirada, me sentía hipnotizada cada vez que veía tus ojos. 
Finalmente conseguimos librarnos de la paralización y no abrazamos muy fuerte. Realmente fuerte. Tan fuerte que pude sentir los latidos de tu corazón. Débiles, descacompasados...
No recuerdo bien cuanto tiempo pasó, ni siquiera puedo recordar si escuchamos algún tipo de ruido. Sólo sé que se te ocurrió la idea más descabellada y al mismo tiempo la más divertida que he hecho nunca.
Me arriesgué y saqué mi pequeña cabecita por el sofá. Enseguida divisé lo que buscaba. Recuerdo que a mediodía había estado dibujando y había dejado los dibujos esparcidos por la enorme mesa. De un salto y con un subidón de adrenalina de los que provocan placer, cogí aquellos papeles a la velocidad del rayo y volví tras nuestra trinchera improvisada.
Te di uno y yo me quedé con el otro, y allí, viendo cómo oscurecía cada vez más y más, pasamos la tarde escribiendo nuestros testamentos. A favor de mi hermano he de decir que se lo dejaba casi todo a él, ella hizo lo mismo con su hermana mayor. Nos despedimos con nuestras letras de chiquillas y los guardamos quién sabe dónde.

Siempre contigo, Carmen.

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Lidia, he de reconocer que tienes talento. No puedo creer que una historia tan preciosa pueda llegar a dar tanto miedo. Yo tengo media docena de historias de terror, y ninguna es tan natural como esta misma. No quiero saber que era aquella sombra que crecía, ojala fuera un horrible monstruo en vez de un, posiblemente, pobre ladrón. Me gustaría mucho ver más historias como esta en el futuro :D

    ResponderEliminar
  3. Lidia... me encanta recordar esta historia.. :)

    ResponderEliminar