jueves, 4 de agosto de 2011

Niñez


Alexander Fich nació ciego, y lo fue durante toda su vida hasta que conoció a Meredith María Bodegas, una joven enamorada de la vida, hija de artistas y gran maestra. Ella le encontró en sus últimas y con bondad le enseñó que la vida giraba en torno a más de un sentido. Juntos contrajeron matrimonio a los veinte, fue una boda bastante íntima, pero fue también el sí quiero más grande de la historia. Dos años más tarde, ya instalados en una casa de dos pisos a las faldas de una montaña concibieron a la pequeña Meredith Alessandra, una auténtica preciosidad rubia y de mejillas sonrojadas. Tres años más tarde nació también Amanda, un bombón totalmente a la española, morena de ojos negros y pelo oscuro espeso y rizado. Los cuatro formaban una familia modélica, todos se profesaban amor y respeto a los cuatro vientos y no parecía que fuera a haber nada ni nadie que destruyera todo eso. La rutina era idílica, todas las mañanas la madre y sus dos hijas desayunaban juntas en una pequeña cafetería de la entrada del pueblo. Luego las dejaba en el colegio y se disponía a hacer las compras y los recados necesarios para ese día. Más tarde tomaba café con dos amigas madres de unas compañeras de clase de Meredith y volvía al colegio a por sus hijas. Llegaban a casa, saludaban con besos y abrazos a su padre, comían, bebían, hacían los deberes todos juntos y el resto del tiempo lo empleaban haciendo lo que más les gustaba. Alexander escuchaba sus programas favoritos de la radio, Meredith acostaba a Amanda y la pequeña Mer se entretenía leyendo libros o dibujando los personajes de los cuentos que ella misma escribía en su mente, al igual que su madre. Luego cenaban y veían una película hasta que se hacía la hora de ir a la cama. 

Una de esas mañanas, no tan distintas de las otras, la madre y sus tres hijas fueron a desayunar al mismo lugar de siempre. Pidieron lo mismo que los otros días a una camarera distinta, la que siempre les atendía debía de estar de vacaciones, ya que pronto empezaría el periodo estival. La pequeña Meredith de tan solo siete años vio como un hombre encapuchado entró en la cafetería, pidió el dinero de la caja a la dependienta, comenzó a dar gritos amenazando a todo el mundo y finalmente comenzó un sangriento tiroteo. De repente todo se volvió rojo para ella. Gritos, lamentos y más gritos retumbaron por todo el local, hasta que súbitamente alguien le metió la cabeza bajo la mesa y sus ojos se cerraron sumiéndola en la más profunda oscuridad, volviéndolo todo negro como la más espesa noche.

Despertó en una cama que no era la suya ni la de sus padres, donde había un olor bastante fuerte. Intentó buscar en seguida algo que le fuera familiar hasta que entró una enfermera por una puerta blanca situada al final de la habitación y le sonrió, pero justo cuando estaba a los pies de la cama dio un paso atrás asustada. En los dos años siguientes, Meredith no volvió a pronunciar una sola palabra. Lo intentaron médicos, psicólogos infantiles, su familia e incluso innumerables mascotas que le compraron, pero nada consiguió que aquella niña de rostro pálido y ojos verdes volviera a soltar una sola sílaba de su boca.

Mientras tanto, parecía que la peor parte se la había llevado su hermana pequeña. Una bala perdida se le incrustó en la espalda y provocó que quedara lisiada toda su vida en una silla de ruedas. Con tal solo tres años le indujeron a recordar que se había caído de un enorme caballo. Meredith intentó que sus hijas continuaran gozando de una infancia feliz como la de cualquier niña, y con Amanda lo consiguieron, pronto la niña olvidó todo lo que había pasado aquella mañana y volvió a recobrar su famosa sonrisa. Sin embargo Mer nunca volvió a ser esa niña inocente y feliz encantada con sus historias.

Una noche celebraron un gran banquete por el aniversario de su padre. Había muchísima comida, tanta que las niñas no recordaban haber visto tantos tipos de carnes y verduras diferentes. Cuando tomaron el postre, la pequeña Mer de nueve años y cabellos hasta la cintura se levantó de su asiento, sacó un paquete de debajo de la mesa y dirigiéndose a su padre dijo ‘Feliz cumpleaños papá’. 

A su madre se le saltaron las lágrimas, su padre soltó de golpe la cucharilla del café e incluso a su hermana se le escapó un ‘aalaa’ Luego la cogieron entre todos y la envolvieron en besos y abrazos hasta más tarde de las doce. La niña hablaba, y aunque las flores de papel pintado eran preciosas, no había en el mundo mejor regalo que escuchar de nuevo la vocecilla aguda de aquella pequeña princesa. Aunque por su puesto, aquella pequeña princesa no volvería a ser una niña nunca más.




+ Es el esbozo de un nuevo proyecto en el que estoy volcada al cien por cien. Agradecería cualquier tipo de opinión sincera, ya sea buena o mala. Gracias.

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